3º A
UN VERANO INDIFERENTE
Las calles, como siempre, estaban desiertas. ¿Cómo podía un pueblo ser solitario? Acostumbrada a la ciudad de Barcelona, el silencio de las estrechas calles me resultaba algo incómodo. Recordé que unos días atrás me había llamado Sam y aproveché la tranquilidad del paseo marítimo de San Agustín para llamarla.
-¡Por fin! Chica, has tardado en llamarme, ¡eh!-la voz de mi entusiasta amiga Sam resonaba al otro lado del teléfono- ¿Cómo va todo por el pueblo? ¿Ya has conocido a mucha gente o es el típico sitio donde ni siquiera hay cobertura? jajaja- su voz sonaba alegre, pero eran demasiadas preguntas para contestar.
Intenté responder con la mayor sinceridad de la que fui capaz.
- Bueno... La verdad es que no te equivocas mucho-le contesté-. Es el pueblo más soso y aburrido que he visto jamás-dije con algo de agonía.
- Bueno... La verdad es que no te equivocas mucho-le contesté-. Es el pueblo más soso y aburrido que he visto jamás-dije con algo de agonía.
- ¿No hay ningún chico mono por ahí?- me preguntó con curiosidad.
- No. Sam, no. Solo en mis sueños-suspiré-. Y Lucy y tú, ¿cómo va por Ibiza? - esperaba que la respuesta no me diera la suficiente envidia como para odiar a mis padres para el resto de mi vidas por haber dejado que la oportunidad de pasar el mejor verano de mi adolescencia con mis dos mejores amigas pasara por delante de mis narices.
-¡Tranquila, Carolina! Ya verás que al final encontrarás a alguien con quien pasar el rato- la dulce voz de Lucy sonó a lo lejos al otro lado del teléfono haciéndome sentir un poco mejor-. Tenemos que colgar, que nos vamos a cenar a la playa con unos amigos. Te iremos llamando.
-Pasadlo bien- dije, pero ya habían colgado.
Aquella conversación me había hundido. Una fiesta en la playa. Tenía que buscar una alternativa, algo que pudiera mejorar un poco de mi verano, aunque fuera solo un poco.
Cogí mi bici dispuesta a investigar un poco más el pueblo y aunque era una chica deportista, me cansé a los 10 minutos. Esperaba encontrar en mi paseo algún sitio interesante en el que poder parar para descansar un poco y morder la fresca manzana roja que había cogido de la nevera de casa. Siguiendo el paseo marítimo, llegué al final de la playa donde un impotente acantilado se alzaba delante de mí. Un camino subía por él, pero no me vi capaz de seguir pedaleando. Dejé la bici apoyada en una roca y subí por el macizo de piedra comiendo mi manzana. Cuando llegué arriba de todo pude apreciar las increíbles vistas que se extendían delante de mí. Alucinante.
Cogí mi bici dispuesta a investigar un poco más el pueblo y aunque era una chica deportista, me cansé a los 10 minutos. Esperaba encontrar en mi paseo algún sitio interesante en el que poder parar para descansar un poco y morder la fresca manzana roja que había cogido de la nevera de casa. Siguiendo el paseo marítimo, llegué al final de la playa donde un impotente acantilado se alzaba delante de mí. Un camino subía por él, pero no me vi capaz de seguir pedaleando. Dejé la bici apoyada en una roca y subí por el macizo de piedra comiendo mi manzana. Cuando llegué arriba de todo pude apreciar las increíbles vistas que se extendían delante de mí. Alucinante.
Un faro de unos 10 metros de alto se alzaba delante de mi semblante perplejo. Nunca antes había visto de tan cerca un faro, en las películas sí, pero ninguno como ese. La pintura blanca estaba algo gastada y unas rayas horizontales rojas lo atravesaban. En la parte inferior tenía una puerta de madera lacada también en rojo. No imaginaba que pudiera estar abierta ya que tenía un agujero por el que yo que creí que tendría pasar una llave. Pero aunque rara vez mi intuición se equivoca, la puerta estaba abierta.
Me quede aún más sorprendida cuando entré y vi su interior. El faro por dentro era mucho más amplio de lo que parecía a simple vista, y una escalera de caracol subía hasta el piso superior desde donde se podían apreciar unas vistas increíbles. Así fue como encontré el lugar que tanto había estado buscando, el lugar perfecto desde el que admirar la puesta de sol cada atardecer. “Un sitio privilegiado”, pensé.
Me quede ahí un buen rato, observando aquella escena que parecía sacada de una película romántica de los años 80. “Va a ser el mejor verano de todos”, me propuse.
Me quede ahí un buen rato, observando aquella escena que parecía sacada de una película romántica de los años 80. “Va a ser el mejor verano de todos”, me propuse.
3º C
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Podría haberlo hecho…
Era una tarde de verano. Cinco amigos estaban viviendo un día espléndido. Se llamaban Óscar, María, Lorena, Carlos y Guillem. Se conocían desde la infancia y eran muy buenos amigos. Habían ido todos a un parque de atracciones lejos de sus casas, sin ningún adulto que los vigilara, simplemente porque ellos ya lo eran. Ya tenían todos 18 años, y su manera de celebrarlo fue ésta, pasar un día entero montándose en atracciones y hacer lo que ellos quisieran y cuando quisieran.
Hicieron una estrategia para montarse en todas las atracciones que les gustaban y tener tiempo para éstas. Por la mañana se montarían en las más flojas, para empezar con buen pie. Más tarde comerían en un restaurante del parque que todos sus amigos les habían dicho que servían una comida buenísima. Y por último, por la tarde, irían a las atracciones de agua y a las más fuertes, y en un orden específico: primero dos de agua, y luego 1 normal, para secarse con la velocidad a la que pasaban.
Llegaron a la última atracción. Era la nueva montaña rusa y no sabían la adrenalina que iban a sentir. En la información leyeron que alcanzaba los 350 kilómetros por hora, y Carlos, el menos valiente de todos, decía que él no quería subirse.
-¡Vamos, Carlos! ¡Si luego te lo pasarás genial! ¡Ya verás cómo será divertidísimo! – le decía Lorena para intentar convencerlo.
-¡Luego te arrepentirás! – le advertía Óscar.
-Es que me da miedo, y no quiero marearme, ni que me pase nada… - se excusaba Carlos.
-Carlos, no te va a pasar nada. Las atracciones están muy bien construidas y aseguradas, y la adrenalina que sentirás es muy buena para tu mente. – insistía María.
Pero Carlos seguía diciendo que no quería montarse, y finalmente lo consiguió. Se montaron todos sus amigos menos él, y se quedó mirando desde abajo.
Cuando salieron todos de la atracción iban riendo, repitiendo la jugada, y Carlos se dio cuenta de que se lo habría pasado genial, y se arrepentía de no haberse subido a la atracción.
Finalmente, todos se fueron a casa, habían pasado un día genial, y todos estaban muy contentos. El que menos lo estuvo fue Carlos, que le habría gustado montarse en aquella atracción a la que él no se había querido montar por miedo, y de la que todos sus amigos estaban hablando constantemente.